Desde que los hermanos Wright comenzaron con la gesta de volar, y en 1903 Orville pilotara el primer avión a motor de la historia, existe un cierto número de “fanáticos” del aire, los que llamamos amantes del deporte de riesgo, que han seguido su particular forma de vivir esa aventura del vuelo usando el menor volumen, mínimo para que sea suficiente para permanecer planeando en el aire, como emulando la gesta centenaria.
La contribución de los pioneros, fue establecer las bases para que un aparato más pesado que el aire pudiese trasladarse volando con ciertas garantías. Unos ingenieros continuaron la labor que nos ha llevado a la aviación moderna que conocemos, la de los reactores y alas de envergaduras colosales, pero otros ingenieros, unos pocos, continuaron desarrollando aparatos llamados ultraligeros, como siguiendo la pauta de dichos pioneros y cuyo costo en materiales es significativamente más reducido, aunque también se considera más inseguro. Básicamente, los ultraligeros se componen de una gran ala delta o rectangular con punta de flecha de nylon, un chasis o armazón de aluminio y un pequeño receptáculo con ruedas abierto para que se posicione el piloto. El motor con hélice se encuentra a su espalda. Suele tener una autonomía de una hora de vuelo, pues un tanque de gasolina de unos 20 litros no da para más. Pero los más valientes no suelen preocuparse demasiado, ya que si se termina la gasolina planean hasta la zona de aterrizaje.
Esos son los otros ultraligeros o mejor dicho, los planeadores, aviones que no llevan motor. Según suelen comentar los audaces pilotos, esa es la verdadera sensación de volar: silenciosa, intrépida, desafiante a las fuerzas de la naturaleza, la cuál nos relegó a simples seres de dos piernas, privándonos del privilegio, de la habilidad de volar. Como curiosidad, ahí os dejo el avión bimotor más pequeño del mundo, el Cricket, que mide alrededor de 1 m. y pesa lo mismo que su piloto.