La clave está en la cantidad de energía que podemos crear.
Para observar la estructura interna de los átomos, los científicos rompen el núcleo para luego observar los pedazos. Para hacer esto necesitan de una cantidad enorme de energía.
En los años treinta, la cantidad de energía que podían crear era de millones de electrovóltios. En los cuarenta de cientos de millones; en los sesenta de miles de millones; luego de cientos de miles de millones…
Según nuestra observación del mundo vemos que al romper algo con más fuerza, los trozos del objeto resultante son más pequeños, pero no es lo que sucede en estos casos.
Cuanto mayor es la energía con la que se bombardeaba el núcleo, mayores eran, a su vez, las partículas que salían del núcleo. Y es que hay que recordar que la energía se puede convertir en masa. Así las partículas que aparecen en un proceso de ruptura de un núcleo no salen de allí como si hubiesen estado formando parte de él desde el principio. Si no que se forman en el momento del impacto de las partículas subatómicas lanzadas contra las partículas que forman parte del núcleo. Se crea una ley. A mayor cantidad de energía entrante, mayor la masa que tendrá la nueva partícula formada. Se encuentra también que en la mayoría de los casos aumenta la inestabilidad.
Pero y para qué sirven estas partículas nuevas creadas. Lo primero, saber que se pueden crear nuevos elementos. Luego estas han ido clasificandose, sin saber muy bien que hacer o que utilidad tendrían, hasta que el físico americano Murray Gell-Man ideó un sistema de ordenarlas que le han permitido predecir la existencia de nuevas partículas hasta ahora desconocidas.
En concreto, predijo la existencia de una partícula omega negativa con unas propiedades bastante improbables dentro de los parámetros conocidos, que se comprobó posteriormente su existencia.
Gell-Man predijo que la clasificación de estas partículas quedaría establecida cuando se encontrara su composición elemental a la que llamó quark.
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mury, un beso
